Estrenamos ley.. otra vez. La descordinación e impovisación entre la administración central, regional y centros educativos se hace patente, otra vez. Los profesores empiezan el curso con incertidumbre y desorientación, de nuevo. Las familias nos hemos acostumbrado, hemos «aprendido» a no esperar nada. Simplemente jugamos a una especie de «lotería» ¿Qué profesores nos tocarán este curso? y nos conformamos con que el niño «apruebe o vaya bien». Es un triste objetivo ¿no creen?
Los alumnos invierten 10 años de sus vidas en la escuela. Para los ciudadanos es un coste importante ¿Qué obtenemos a cambio de todos estos recursos invertidos? ¿Jóvenes preparados para su futuro profesional? ¿Ciudadanos más concienciados? ¿Una sociedad mejor y más cohesionada, tolerante, solidaria, independiente, emprendedora, responsable? ¿Nuevas generaciones más críticas, ambiciosas, con horizontes más amplios? ¿Se emancipan antes o en mejores condiciones? ¿Su perspectiva de futuro es mejor, más sólida?
La escuela debe ser un lugar de transformación, desarrollo y crecimiento personal ¿o no? Pero la escuela no es hoy este espacio ¿por qué? Sabemos aquello de que fue creada en el siglo XIX, de la extensión de los contenidos, la ratio y los múltiples problemas y frenos que tiene un sistema estructurado, atomizado y tan regulado. Son grandes problemas sobre los que poco o nada podemos hacer ¿No podemos, no queremos o no sabemos?
Muchos docentes saben que su responsabilidad es, no solo que sus alumnos aprendan un determinado contenido, sino que este aprendizaje les sirva para desarrollar sus destrezas, de aprendizaje, de pensamiento, intrapersonales, ejecutivas, sociales… Otros sin embargo, tienen muy interiorizado que su labor es despachar contenidos, y evaluar en qué medida un alumno es capaz, por su propias estrategias, por su propia naturaleza o por el apoyo recibido en el hogar, recordar ese contenido y además hacerlo sin ninguna transformación, sin ninguna implicación.
Estos docentes, muchas veces ni siquiera son conscientes de las limitaciones de su propuesta, porque pocos reflexionan sobre ¿para que tenemos que aprender esto? ¿para que sirve? No se hacen la pregunta importante ¿para que le sirve a ese alumno en particular, y a ese otro sentado al lado?, tampoco para qué se utiliza en un contexto profesional, incluso asumiendo que todos sus alumnos fueran a dedicarse a esa profesión en su futuro, que es mucho asumir.
Así, simplemente explican un tema tras otro, sin hacerse preguntas ni provocarlas. El alumno se sienta, escucha -a veces-, toma apuntes -o no-, hace los deberes -repetitivos-, y estudia -leyendo una y otra vez el libro de texto o los apuntes-, para intentar recordar el día del examen ese texto tal y como venía descrito en el libro, con las mismas palabras y estructuras gramaticales, a menudo engorrosas y redundantes. Muchos docentes dirán que esta visión de la educación hoy es falsa, que es un tópico y que están hartos de esta crítica. Muchos alumnos y sus familias estarán sin embargo asintiendo con la cabeza. Y es que como en cualquier otra profesión, no se trata de cómo tu percibes tu trabajo -que claro que si, lo haces con todo el esfuerzo y entrega posible-, sino de cómo lo perciben tus alumnos.
Si el alumno es inquieto, se cuestiona los por qué o los para qué. Quiere seguir el hilo de la explicación, pero no sabe por qué, en su cabeza no deja de aparecer esa pregunta ¿para qué tengo que aprender esto? ¿por qué tengo que estar aquí sentado, escuchando cosas que no me interesan, que no me motivan, que no me llevan a ningún sitio? «Que se acabe ya, que se acabe ya«.
Entonces concluimos que el alumno no quiere, es vago, o no puede. Llenamos nuestros mensajes de inclusión y vocación, pero nuestra práctica ni es inclusiva ni denota vocación. La vocación docente no es -no debería ser- la disposición a sacrificar tardes enteras puntuando exámenes para decidir quién es «capaz o menos capaz», «ágil o torpe», «motivado o vago», como si fueran el «premio» de los huevos kinder (frase robada a @bpalop), que «tocan» y no hay nada que hacer. Vocación es sentir la obligación de analizar tus procesos, tu programación, tu acción, no desde tu punto de vista, sino desde la de tus alumnos.
La vocación de enseñar implica preguntarse los por qué y ofrecer herramientas y feedback para dar respuestas que impacten en el alumno y le lleven a un mayor desarrollo e implicación en su aprendizaje.
La labor de educar es ser consciente de que estamos guiando a dos alumnos: el que es hoy, y el que puede llegar a ser. Como el buen agricultor que vería en cada alumno la semilla de aquello en lo que se puede convertir, si y sólo si, le ofrecemos el entorno adecuado, retamos sus capacidades, le guiamos en el camino, le ofrecemos herramientas y estrategias, comunicamos el objetivo, observamos su desempeño para actuar allí donde encuentra dificultades, y estimulamos sus fortalezas construyendo una autoestima y sentimiento de competencia positivos. Sí y sólo si, dejamos de juzgar sus resultados para formar parte de su equipo y mostrarle cómo mejorar.
Cuando como docentes nos situamos en el rol del que juzga el resultado, favorecemos lo que Carol Dweck llamó «mentalidad fija». El alumno también asume que puede o no puede, que es o no capaz, que está en el grupo de los que obtienen buenos resultados o no, y que no hay nada que pueda hacer para cambiar de «bando». Que vino así, de serie, de fábrica, que ese es el papel que tendrá que desarrollar en la escuela y probablemente en la vida.
Cuando, por el contrario, ponemos el foco en el proceso, les ayudamos a entender sus propios procesos cognitivos, a mejorar sus estrategias de aprendizaje, a ofrecerles retos significativos que den sentido a su aprendizaje, conseguimos construir en ellos lo que Dweck denominó, una «mentalidad de crecimiento«. La convicción de que nuestros logros y desarrollo dependen de nuestro esfuerzo, de nuestra disposición, de nuestra actitud, de las ganas que le ponemos a las cosas, de nuestra capacidad para poner el foco en el proceso y aprender y disfrutar de él, de la forma en que entendemos y asumimos los errores como una oportunidad para mejorar.
Para desarrollar esta mentalidad es necesario que el aprendizaje se convierta en un reto. De esfuerzo y de descubrimiento. Que implique observar, relacionar, inducir, concluir, analizar, resolver problemas. Que nos lleve a movernos en la incertidumbre, a tomar nuestras propias decisiones sobre los caminos a seguir, a usar el error como una oportunidad de análisis de nuestros procesos, actitudes y estrategias para buscar herramientas que nos permita mejorar y alcanzar finalmente el logro. Un logro que es a la vez de aprendizaje y de desarrollo personal. Un logro que convierte la educación en una experiencia positiva, desarrollando así un sentimiento de competencia y autoestima positiva en todos los alumnos. Y esto es, en última instancia, lo que resulta motivador del aprendizaje.
Uno diría que cuando un alumno tiene alta capacidad y sus primeros años de escolarización son una especie de «alfombra roja» por la que discurre cuasi flotando, sin esfuerzo ni traspié alguno, desarrolla una autoconfianza, seguridad, y mentalidad positivas que, unidos a su mayor capacidad cognitivas, le llevarían a poder abordar casi cualquier reto. Los padres lo pensamos. Los docentes también. El sistema casi lo asegura. Y así se lo transmitimos a nuestros hijos, a nuestros estudiantes. Con nuestros gestos, nuestra mirada, nuestros comentarios, ponemos sobre ellos esa «mochila», esas expectativas. Tú eres el alumno del que no hay que ocuparse. Tú vas a llegar solo o sola. Tú no necesitas preguntar ni esforzarte. Tú tienes lo que hay que tener para obtener los resultados que esperamos, que exigimos, por ti mismo.
Y ese alumno pasa así sus primeros años de escolarización aprendiendo que su rol en la escuela es no molestar y no preguntar -sobre todo no preguntar, porque la conclusión siempre será «pregunta para hacerse notar» o peor «para interrumpir y molestar a sus compañeros»-. Aprende que lo que sea que tenga que hacer, lo tiene que hacer sólo, y lo tiene que hacer desde aquello que ya sabe. No porque lo ha aprendido implicando un cierto esfuerzo de atención, no porque se lo hayan explicado con la debida didáctica, no porque se haya tomado la molestia de apuntar, tomar notas, repasar, practicar, indagar, completar, dudar, preguntar, intentar. No. Porque en ningún momento de sus años de primaria necesitó de tales verbos. Durante toda esa primaria, para ese alumno ir al colegio ha sido simplemente una experiencia de estar de cuerpo presente, y de mente ausente.
Durante un tiempo acudía con el anhelo de aprender, pero todo lo que le mandaban hacer era practicar aquello que ya sabía y que aprendió de forma autónoma por observación, relación y deducción. Poco a poco ese anhelo se fue apagando y pensó que quizá lo que podría hacer era aportar desde su conocimiento previo. Pero eso no pareció encajar. Su maestra ponía cara de hastío y desaprobación y muchas veces ni siquiera parecía entender la relación que había entre sus comentarios y el contenido de la clase. Así que también, poco a poco dejó de participar. Aburrido, encontró en su propio mundo interior, en su imaginación, el estímulo suficiente para pasar entretenido las largas horas de escuela. Eso empezó a causarle ciertos problemas además que hacía que no escuchara la tarea que mandaban para el día siguiente y también que se sintiera cada vez más alejado de sus compañeros -o no, muchos fingen muy bien o tienen intereses que coinciden con los de sus compañeros como algún deporte, o encuentran en los juegos de cartas o videojuegos la conexión que necesitan-. Empezaron a tildarle de vago, a sospechar de TdAh, a ocuparse de sus problemas sociales y de su actitud. Sin embargo, como los resultados seguían siendo buenos y «al fin y al cabo aquí sólo importan las notas», ¿para qué ocuparse?
Las familias, despistadas, tampoco sabían muy bien qué pasaba. Ellos no veían en casa ese comportamiento, siguen viendo a su niño «superlisto». Siguen creyendo que «superlisto», es suficiente. Además tiene amigos y en casa tampoco molesta, está allí con sus cosas, sus videojuegos, sus historias. Ya trabajará cuando haya que trabajar.
Llega el verano, primaria se acaba. Por algún motivo que no encontrarán en ningún tratado sobre el desarrollo humano, ese verano la escuela espera que todos los alumnos sufran una transformación cuál crisálida. Ese mágico verano de transición entre primaria y secundaria, los niños deberán aprenden a responsabilizarse de su aprendizaje. Aprenden que a clase ya no se va a rellenar espacios en blanco en una frase, sino a tomar apuntes. Que ya no hay que estar callado, sino preguntar y participar, que las mamás ya no están pendientes del whatsapp para decirte qué deberes tienes que hacer y cuándo tienes un examen, sino que te tienes que acordar tú solo.
Pero a ellos nadie les ha avisado. Nadie les ha dicho que todo ha cambiado y se enfrentan a secundaria trasladando las actitudes y estrategias adquiridas en primaria. Para ellos solo es, un año más. Para los alumnos con alta capacidad se añade una complejidad, el conflicto con la identidad construida. Si yo soy el alumno o alumna que todo lo sabe, que no necesita escuchar para «saber», que no necesita estudiar para afrontar los exámenes, que no pregunta en clase, porque sabe más de lo que el maestro cuenta…. pero ahora, todo esto se desvanece ¿quién soy? ¿cuál es mi rol? y caen en lo que se llama el «síndrome del impostor«.
Así, invierten mucha energía en seguir manteniendo aquella imagen que todos esperan, o buscando excusas para esconder su bajo rendimiento. Procrastinación, desmotivación y bajo rendimiento son ahora sus apelativos más frecuentes. Reproches de familias y docentes y la palabra mágica ¡ES VAGO!
¡ZAS! Aquel alumno que en infantil y primeros años de primaria había que frenar, que más tarde rendía al máximo sin que nadie tuviera que ocuparse de él (¡si hasta le poníamos a ayudar a sus compañeros!) de repente, y como si le hubiera atacado un virus ¡ES VAGO!.. «es» como si «vago» fuera una condición del ser, algo innato, producto de un determinado gen. «Se nace vago». No importan las evidencias de los cursos anteriores, evidentemente, todos sus maestros anteriores estaban equivocados. El docente de secundaria sabe muy bien que hay alumnos que «son vagos» y no hay nada que hacer…
Muchos docentes critican que en educación se «meta» quien no pisa un aula de 9 a 5, durante las 37 semanas lectivas del curso. Coincido porque me topo con ello allí donde me llaman para dar formación, que hay quien «forma» ajeno al contexto educativo y eso, sin duda, son brindis al sol. Sin embargo el escenario más real es que la docencia necesita -y lo necesita de forma urgente- aprender de otras disciplinas para gestionar con eficacia el aprendizaje y desarrollo de sus alumnos. En la formación docente son nuevos, escasos o con un enfoque meramente teórico (se aprende quién y cuando dijo algo y no las implicaciones y aplicaciones para el aprendizaje o cómo aplicarlo) aspectos relacionados con el desarrollo humano y el desarrollo del talento, la neurociencia del aprendizaje, el reto a las destrezas de pensamiento crítico y creativo, el aprendizaje en cooperación o la cooperación para aprender -el gran malinterpretado y mal aplicado concepto-, la gestión de proyectos, la analítica del aprendizaje, incluso el básico concepto de «investigación» (indagar para resolver) que se confunde con «recopilación de datos» (que se copian, pegan y leen en un power point). Sus referentes solo pueden venir de otros campos en los que estos conceptos llevan tiempo aplicándose, no para decir qué hacer y cómo, sino para mostrar otra realidad, otros enfoques y conceptos, otras herramientas, que el docente, desplegando su saber y experiencia, adapte y personalice para su contexto.
En estos años apenas puedo decir que me he topado con un puñado de «malos docentes», definidos como personas a las que uno escucha y se pregunta ¿Qué hace este señor o señora, con estas ideas sobre los estudiantes y la educación, en un aula?, esos que entiendes que han llegado allí por un error -y grave- del sistema. El resto, y son cerca de 500 cada curso, tienen la voluntad y el conocimiento, la implicación y el compromiso, el deseo y el anhelo de ser significativos en la vida de sus estudiantes. Algunos lo logran, en el resto notas la ansiedad y el estrés que les genera intentarlo de mil maneras y no sentir que lo logran.
¿Por qué?
No quiero molestar a nadie, todo lo contrario. Pero la respuesta se me antoja clara. Falta pensar y hacerse preguntas. Una vez que lo hacen encuentran las respuestas. Personalmente encuentro hastío y hasta siento rechazo cada vez que escucho de un nuevo vocablo para designar un nuevo método o técnica educativa. Con cada nueva ley, por supuesto, por lo visible que resulta que se llenan de palabras ajenos a su trascendencia, sólo porque queda bien pronunciarlas. Y más me aburro, pero sobre todo me entristezco cuando recorro las redes sociales y no solo abundan los docentes que piden uno y otro recurso para «conseguir» determinado «aprendizaje» o «desarrollo» en sus alumnos, sino que son hordas de docentes los que acuden raudos a ofrecérselos, sin indagar siquiera mínimamente en el perfil de los alumnos.
Bajo esa actitud subyace un muy perverso enfoque educativo: sueltas el recurso X y obtienes el resultado Y, en el 100% de tus estudiantes (salvo que éste esté defectuoso, claro está, y por eso necesitamos menos ratio, más orientadores, alguno hasta me dice que «menos diversidad»). Bajo este afán de búsquda de recursos y modelos estructurados subyace, sin duda, una visión de la educación como un proceso de producción en masa, en el que el docente mete los ingredientes en una turbina y después certifica la calidad del salchichón, procurando que todos sean homogéneos.
La escuela abraza con rapidez, júbilo y algarabía toda receta encorsetada. «Los 10 pasos para», «los mejores recursos para», «la app que todo lo puede», «el nuevo modelo con el vocablo de moda». Corta, pega, aplica y evalúa. El aprendizaje «Prêt-à-Porter». Todo tiene que venir estructurado, organizado, sistematizado, para aplicar como packs a un alumno que se presume «homogéneo». No porque el profesorado sea «malo», sino porque esa es la cultura que comparten. (Y siempre poniendo a salvo los cada vez más docentes que se implican de un modo muy diferente, a muchos los conozco y admiro personalmente, lo sabéis, todos se quejan de las duras críticas que reciben de sus compañeros que, en lugar de observar y compartir experiencias, eligen permanecer bajo el escudo y la tranquilidad de la pesada losa de «así aprendí yo, así enseño»)
No nos hacemos preguntas sobre los por qué, los cómo, las causas y las consecuencias, simplemente aplicamos y punto. Y lo peor es que esperamos que nuestros alumnos hagan lo mismo. Si preguntas a un maestro de conocimiento del medio ¿para que tienen que aprender a conocer su entorno los alumnos?, es poco probable que tenga clara la respuesta. «Porque forma parte del currículo», «porque es bonito conocer tu entorno», «porque son de «aquí», «para ser sensibles a su entorno». Son motivos, sin duda, pero no son motivos esenciales. No son motivos que den sentido profundo y duradero al aprendizaje, no son motivos que motiven al alumno, que le lleven a la acción de aprender, que despierten su curiosidad, su afán por indagar, relacionar, crear e ir más allá del texto plano e inconexo del libro de texto.
Si preguntas ¿por qué agrupas a tus alumnos? muchos repetirán las motivadoras frases que aprendieron en su formación. Si preguntas ¿tu forma de agrupar, cumple esos objetivos? En 5 años formando a 300-500 docentes por curso, todos me responden lo mismo. No. O «solo para algunos». Entonces ¿por qué sigues agrupando de este modo? No lo saben.
Este es el tipo de cosas sobre las que es esencial pararse a pensar, si uno aspira a ser significativo y relevante para sus alumnos, claro está. En lugar de simplemente hacer cosas porque «siempre las hemos hecho así» o porque «es lo que me dijeron en la formación», en lugar de concluir que un alumno simplemente «es vago» o «no puede», o de soltar un contenido porque «está en el libro de texto», en educación necesitamos PENSAR para aprender nosotros y provocar aprendizaje en nuestros alumnos.
Un docente que se hace preguntas, que analiza los por qué y los para qué, será también un docente que incentive y guíe estas actitudes en sus alumnos. Será un docente capaz de encontrar su personal modo de flexibilizar y enriquecer su aula para dar respuesta a las necesidades de sus alumnos. Un docente que, aún con toda la voluntad y entrega del mundo, hace las cosas porque «hay que hacerlas», porque así le han dicho que debe ser y así las aprendió, no puede, ni aún aplicando recetas mágicas, pasos estructurados o guías de alguna editorial, provocar ningún proceso de pensamiento en sus alumnos ni, por tanto, un aprendizaje significativo. Hoy ya tenemos un panorama de Evau que apunta -o eso esperamos- a un examen en el que no bastará con saber cosas, sino que será necesario pensar sobre esas cosas y para ello todo el cuerpo docente necesita prepararse y mentalizarse para liberar su actitud crítica y creativa y ser así guías eficaces para su alumnado.
En todos los debates sobre cómo mejorar la educación nos centramos en la cantidad de los recursos humanos y materiales, en las regulaciones y los contenidos. Sin embargo, la educación es ante todo, un proceso de interacción entre personas. Es su mentalidad, su cultura, su visión y su responsabilidad la que necesita de un profundo proceso de reflexión y pensamiento para que todo docente llegue al aula habiendo antes definido de forma clara y precisa ¿Cuál es mi objetivo? ¿Por qué enseño esto o aquello? ¿Qué estoy evaluando y por qué? ¿En qué medida mis acciones me llevan hacia mis objetivos? ¿Por qué esto es importante? ¿Qué efectos consigo con esta acción? ¿Qué quieren decir estos u otros conceptos? ¿Por qué el rendimiento de mis alumnos no ha sido el esperado?
Encuentro no pocos profesores que confunden reto al pensamiento con rellenar una ficha de sumas con llevadas o recorrer el aula buscando códigos QR que te ofrecen un montón de datos sobre los planetas que no sabemos para qué necesitamos. Maestras de infantil que defienden que los padres rellenen un padlet por sus hijos porque «deben implicarse en su educación» y puntúan más tarde la «competencia digital» de unos alumnos que ya empiezan a asumir que a la escuela y a la vida se va para que otros te hagan las cosas. Profesores de EF que hacen «exámenes de frisbee» convencidos de que así fomentan la «diversidad» en los deportes. Profesoras de geografía que mandan leer el libro de texto en clase porque ellas «tienen el grado de filología». Los que hay que hablan del «alumno protagonista» cuando lo único que hacen sus alumnos es cumplir el recorrido que, eso sí, tanto tiempo y esfuerzo le ha costado al docente diseñar, en un «todo para el alumno, pero sin el alumno». Y muchos que relatan de memoria perfectas teorías pedagógicas, con sus autores, fechas y vocablos, que, sin embargo, no saben cómo aplicar en sus aulas. Es un sistema que no piensa, que no se da tiempo ni oportunidad para pensar ¿qué estoy haciendo? ¿por qué lo hago? ¿cómo puedo mejorarlo?. Un sistema que se ve ahogado por lo urgente, y nunca halla tiempo para lo importante.
Se inicia un nuevo curso. Una nueva oportunidad de ser significativo para nuestros alumnos. Un nuevo reto para ser guía y ejemplo con nuestra actitud y disposición para todos aquellos que, por mucha desmotivación que finjan, ansían descubrir el mundo que les rodea y ser parte activa del mismo. ¡NO LES DEFRAUDEIS!
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