Se han acumulado cuatro maletas, una detrás de otra, en una sala del palacio. El cuero del exterior se ha desgastado y se han cubierto de polvo. Cada una tiene, atada al asa, una etiqueta de papel marrón, con el nombre del antiguo dueño. Dentro de ellas hay piezas de recuerdos, trazos de una vida, acumulaciones de vivencias que se han ido guardando. Cuatro ancianos que han vivido, mientras jugaban con el tiempo.
La primera maleta tiene el nombre grabado en una hebilla pintada de oro. Pone Arpad y el apellido de una ciudad falsa. Tiene olor a pólvora, arañazos en los bordes, y agujeros de balazos, de una Segunda Guerra Mundial. Se fue antes de conocerle. En la tapa hay una estrella de seis puntas, como dos triángulos superpuestos, hecha de amarillo y pegatinas. En su interior, un uniforme de soldado, doblado y planchado, un balón de fútbol desinflado, un retrato en blanco y negro de una melena que jura ser rubia, y unos ojos turquesas, que se han perdido entre los genes. Hay un sinfín de nombres famosos que juegan al fútbol, atrapados entre sus tapas, gente que antaño eran conocidas. Hay un tirabuzón de pelo rubio atascado en el marco de la foto de un hombre agachado con dos niñas. Hay palomas en la espalda, colgadas en el viento, a medio vuelo, y una fuente que escupe agua sepia. Anécdotas de boca en boca, hazañas de ocho idiomas, y el brillo de la nostalgia en los ojos de una hija, cuando mira a las estrellas, mientras juega con el tiempo.
La segunda maleta es la de la abuela Rosa. Su nombre está escrito en chino. Está por fuera en buen estado, si bien un poco abultada, porque su contenido rebosa, y su interior está desordenado. Hay, desparramada en la base, tinta de letras chinas, algún brick de leche metido por miedo en un barco, y un vestido de baile de salón. La imagino flotando con la música y los ojos cerrados, en una sala de elegancia. Hay un peinado de tres pisos que se guarda en un retrato, y unos ojos negros y achinados hacen forma entre la tinta del suelo, con un círculo azulado que los encierra. También hay, sobre libros de idiomas y el diploma de un doctorado, portalápices, arrugas, gomas de borrar y sacapuntas para darles a sus nietos. Algo más encima, hay recetas de comidas, y enseñanzas que huelen a bar. Metido entre los huecos, queda sitio para las telenovelas y el mar del edificio, que se ve reclinado en un sillón, mientras juega con el tiempo.
La maleta del abuelo Bernardo está manchada de tierra. En el asa y en los bordes están las huellas de unas manos que zurcen semillas y arado. Se esconde entre sus tapas un tractor azul en el que nos escondía de pequeños, piñas atadas con cuerdas que repiqueteaban contra el suelo, y vides de uvas pequeñas y asemilladas, entre las que nos dirigía armado con una carretilla roja y periódicos de hojas acartonadas. Las letras se leen con unas gafas de lectura, redondas, unos ojos de marrón amable, y olor a madera. Hay incrustados en la tierra, reverberando en la bodega, los sonidos de la risa ronca de una sonrisa, y preguntas de sordera, que grita mientras juega con el tiempo.
La última maleta es la de la abuela Modesta. En ella se incluyen apretones de mejillas, gritos de cocina y reprimendas amistosas. Cuando lo abres, te asaltan los olores, que arrastran sabores con ellos; las croquetas caseras envueltas en papel transparente, los cocidos caldosos de bolas y morcillo, Navidad en suelos fríos y cenas calientes, de corderos, toros y cochinillos. Si rebuscas más al fondo, han sido doblados, remendados y zurcidos, con cariño y cuidado, las propinas de las fiestas y los cumpleaños, los abrazos que arrebatan el aliento, y los temblores de una voz que habla muy alto. También ha dejado un diccionario, no escrito, pero que se escucha, en el que se incluyen palabras del castellano antiguo, expresiones de pueblo, cosas incomprensibles y llamadas alegres, que ha reunido mientras juega con el tiempo.
Cuatro maletas, una detrás de otra, que se han guardado para siempre, en la sala del palacio. Están gastadas por el tiempo, algunas con más heridas que otras, pero todas tienen una etiqueta con un nombre escrito y ninguno se ha borrado. Cuando las cuatro maletas tengan que abrirse, y espero que quede mucho tiempo, seguirán teniendo los nombres de a quién pertenecen, aunque una de ellas ya ha tenido que vaciarse y se ha llenado con más cosas. Las maletas quedarán, una detrás de otra, mientras el tiempo juega con nosotros.
Autora:
Sara Mylin – 14 años
Instagram @sara_myl_
«El talento que no se cultiva, se pierde» no se cansa de repetir el profesor Tourón (@jtoufi). Hoy os comparto este inusual artículo porque es el reflejo de cómo el talento se va fraguando poco a poco, cultivando con mimo y paciencia, observando sus «momentos» para responder a ellos. No brota espontáneo, no se desarrolla sólo. Necesita guía, estímulo, reconocimiento y apoyo.
Sara empezó a escribir muy pronto. Entonces lo que se podría apreciar era su potencial. Con 7 años escribió esto:

y esto:


Entonces rellenaba libretas y libretas con sus poemas y canciones, con sus relatos y cuentos, llevaba siempre su libreta consigo y de repente te abandonaba para escribir. Pero con 8-9 cambió, dejó de escribir. De repente, sin motivo aparente.
Pero sí hubo un motivo. Falto un contexto retador y la guía que necesitaba para avanzar. Llegó un punto en el que sola no avanzaba y sus escritos se parecían, y ella se daba cuenta. Llegó un momento en el que no aprendía, tan sólo practicaba lo que ya era conocido. Eso eliminó el motivo para seguir trabajando, para esforzarse. Durmió su espíritu creador.
En la escuela, «claro», tenía que hacer lo que todos, rellenar espacios en blanco con palabras que elegía de una lista, repetir sumas y divisiones, cortar y pegar fotos en un mural siguiendo las pautas que le habían dado. No había espacio para la creación. No había espacio para desarrollar su potencial. Decidió que era mejor apartarlo y centrarse en aquello que sí premiaban en la escuela.
Buscamos concursos o escuelas para niñas de su edad con su potencial, pero no supimos encontrarlas. Pasaron así varios años hasta que entonces una inestimable amiga, docente, de las que no cesan hasta encontrar la forma de motivar y hacer crecer a sus alumnos, se enteró y, consciente de que sin reto no hay motivación, le pidió escribir una serie de relatos que pudiera utilizar con sus alumnos en un CEE para explicarles las diversas emociones. Esa llama encendió el fuego de nuevo. Además encontramos un lugar fantástico https://escueladeescritores.com/ que ofrece on line cursos para jóvenes escritores, ahora ya sí tenía «edad» suficiente, y una mentora, Juana, que apostó por ella desde el primer día, retándola a trabajar con alumnos de mayor edad.
Por fin encontró el contexto y entorno adecuados que le ofrecía 1) Guía experta para mejorar y llevar su potencial más lejos 2) Compañeros con los que compartir intereses y a los que ofrecer y de los que recibir sinergias que le llevan a aprender, a conocer otras formas de escribir, otros enfoques, otros estilos 3) Reto que le lleva a salir continuamente de su zona de confort.
Así, si pusiéramos en línea todos sus escritos podremos ver cómo su potencial se está desarrollando generando escritos de cada vez más calidad. Y esa sensación de progreso es lo que le motiva a seguir trabajando y avanzando, a mejorar, a esforzarse, a aprender de sus errores. Así va transformando su antaño auto-exigencia y «baja tolerancia a la frustración» en una mentalidad de crecimiento, que reflexiona y aprende, disfruta del proceso y se rectifica así misma, porque ahora, ya sabe que el logro no depende sólo de ella y lo que ya «sabe» de antemano, sino que su rol es el de aprender de sus mentores y entorno.
El talento no es una función lineal, y no se desarrolla solo. Necesita que apostemos por él.
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